lunes, 22 de enero de 2007

INTRODUCCIÓN

Los cinco primeros años de la infancia (etapa en la que nos hemos centrado) son una época de rápidos cambios en todos los frentes: físico, mental y emocional. Los hitos físicos son fáciles de detectar. En lo que parece un abrir y cerrar de ojos, el hermoso bultito que trajiste a casa desde el hospital se sienta, gatea da sus primeros pasos… En poco tiempo trepará por el lateral de la cuna y se meterá en todo.
Los cambios que se producen en la mente del niño son igualmente importantes, aunque mucho menos obvios. Desde su nacimiento hasta cumplir los cinco años realizará grandes progresos en su forma de entender el mundo y relacionarse con quienes lo rodean.
Una vez que el niño empieza a hablar, es sorprendente lo rápido que los padres parecen olvidar que no están tratando con adultos hechos y derechos sino con personas cuya percepción del mundo es aún muy básica. Del mismo modo que no esperaríamos que un bebé de seis semanas se pusiera de pie, no debemos esperar que un niño de dos años cuente con las aptitudes mentales y sociales de uno de cuatro.
Todo esto repercute directamente en el modo de educar a los niños. Entender cómo cambian y crecen los niños, tanto por dentro como por fuera, es lo único que realmente permite a los padres y profesores satisfacer las necesidades de los niños de forma correcta y en el momento adecuado.


El niño en edad preescolar: de los tres a los cinco años

El comportamiento del niño que da sus primeras pasos no se esfuma por arte de magia cuando cumple los tres años; de hecho, muchos expertos consideran que, hasta los cuatro años, el niño sigue estando en esa etapa. El autocontrol va llegando poco a poco, y posiblemente disminuyan las rabietas porque el niño es capaz de razonar mejor, pero puede verse perturbado por la llegada de un hermanito. De pronto, el pequeño sensato de cuatro años se desvanece y vuelve el niño difícil que acababa de aprender a andar.
No obstante, en algún momento entre los tres y los cinco años, ese niño pequeño empieza a desaparecer: el cerebro ya está más desarrollado, aumenta el autocontrol y el niño actúa menos por impulsos. Tu hijo está aprendiendo a pensar y comienza a jugar con otros niños en lugar de limitarse a jugar a tu lado. Sabe esperar (un poco). En general, se encuentra menos encerrado en su propio pequeño mundo y empieza a darse cuenta de que en él también viven otras personas.
Ésta es la edad de las preguntas constantes. El desarrollo del lenguaje varía, pero, a los tres años muchos niños pueden expresarse con bastante claridad. Si la palabra favorita del niño de dos años es “No”, las del de tres años son “¿Por qué?”. Los niños de esta edad no sólo hacen muchas preguntas, sino que además les encanta poner a prueba a los adultos y participar en sus conversaciones. Sin embargo aún no son capaces de razonar correctamente. No esperes que tu hijo siga un argumento lógico o una explicación detallada. Cuando un niño de tres años quiere salirse con la suya, “¿Por qué?” es una versión más compleja del “No”. Esto queda patente cuando les das una explicación que conduce inmediatamente a otro “¿Por qué?”.
Como la capacidad de razonamiento de un niño pequeño es lo que es, a muchos les cuesta separar la realidad de la ficción o los hechos de las fantasías. Cualquier cosa que se les ocurra se convierte de algún modo en realidad. En torno a los cuatro años puede surgir de la nada un amigo imaginario que existirá durante algún tiempo. A menudo ese amigo imaginario tendrá los mismos gustos y aversiones: “A Binky tampoco le gustan los guisantes”. En ocasiones, Binky tendrá la culpa de las trastadas de tu hijo.
Las invenciones, las fantasías y los amigos imaginarios no significan que el niño se esté volviendo un mentiroso; es una fase normal del desarrollo y un signo de una imaginación desbordada. Sin desafiar directamente al niño ni negar sus sentimientos muy reales, puedes empezar a enseñarle poco a poco la diferencia entre lo que es real y lo que no. Enséñale que es bueno decir la verdad y asumir la responsabilidad de sus actos en lugar de culpar siempre a otros, aunque sean imaginarios.